Una vez más, ¡larga vida al rock& roll!
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Cantaba Don Mclean en su American Pie (1972) que la música -léase el rock & roll- murió el tres de febrero de 1959, cuando la avioneta en la que volaban Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper se estrelló en un campo de maíz de Iowa. Permítame el lector que añada que la música -para mí nunca habrá otra que me cale tan profundamente como el rock- también murió cuando The Beatles tocaron a su fin. Basta echar la vista atrás para comprender que, semejante afirmación, no es otra cosa que proclamar mi renovado culto a los de Liverpool. Sí, yo también vengo a conmemorar el anuncio, hace en estos días cincuenta años, de su separación. Ahora bien, yo con mayor motivo porque, a lo largo de mi dilatadísima experiencia como amante del rock primero, del rock & roll después y, al cabo, del rock en su más amplio concepto, los negué más de tres veces, pero siempre como se niega al dios de un culto secreto en el que se creyó.
Tenía solo diez años. Aun así, recuerdo con precisión la tristeza que me produjo su ruptura. No sólo por el fin de su música -acaso la más representativa del amado siglo XX de toda su banda sonora- sino por la modernidad -entendida simplemente como lo contrapuesto a lo antiguo- que suponía cuanto a The Beatles concernía en aquel Madrid donde -al margen de que yo fuera el niño más feliz del mundo-, todo lo que no estaba prohibido era obligatorio. Un Madrid que, cinco años antes, cuando no encontró ningún motivo para impedir legalmente la actuación del cuarteto de Liverpool, hizo todo lo posible para boicotearla. Un Madrid en el que era motivo de sospecha para la policía ser joven y, más aún, ser yeyé, concepto en el que, a grosso modo, cabía toda esa modernidad referida anteriormente.
Tintín, el cine y el rock. Ésas y por ese orden fueron las tres primeras referencias de mi mitología personal. El rock, como tantos niños de los 60, lo descubrí con Los Bravos y Los Brincos. Estos últimos imitaban a The Kinks, que no a The Beatles, como suele decirse con la misma ligereza que la izquierda condenaba el rock por sus orígenes estadounidenses. The Kinks, precisamente, estuvieron a punto de ser detenidos en 1966 por pisar los jardines de la Plaza de España, tras una desafortunada serie de conciertos, en ese Madrid donde lo más moderno era lo yeyé y no había nada más yeyé que The Beatles.
En la distancia, los de Liverpool también eran la imagen primera del Swinging London, cuya plasticidad irradiaba modernismo a toda la sociedad occidental, marcaba la estética de la época y, desde luego, lo más bonito, plásticamente, de mi infancia.
Medio siglo después, puede decirse que la separación del cuarteto de Liverpool fue el principio del fin de aquella primera efervescencia juvenil londinense. Ya habrá tiempo para hablar de aquella otra eclosión que diez años después, tras la catarsis punk del 77, vino marcada por el London Calling de The Clash. Puesto a la venta a finales de diciembre de 1979, a fe mía que aquel elepé es la mejor grabación inglesa de todos los años 80. Pero a lo que voy es a que también es la prueba de que el rock -la Música- no se acabó tras la separación de The Beatles. Igual que tras la muerte de mi también dilecto Buddy Holly llegaron The Beatles, entre otros muchos que hicieron historia, tras la separación del genial cuarteto vinieron otros tantos que siguieron inspirando capítulos de dicha historia.
El primer disco de los de Liverpool que tuve entre mis manos fue el doble ep de Magical Mistery Tour (1967). Me lo dejó una de mis primeras profesoras de inglés, que fue una de las primeras chicas yeyés que vi en mi vida. Recién llegada del Londres del Swinging London, excuso decir que me tenía fascinadito en el pupitre. Más de cincuenta años después, debo reconocer que aquella teacher fue una de las causas de que el amor al rock haya sido una de las cosas más serias de mi vida.
Ya preadolescente, con apenas doce abriles, el primer elepé que me compré fue Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band (1967). Con la disculpa de dejárselo a la que me inspiraba, lo llevaba al colegio a presumir y como signo externo de rebeldía. Ya era consciente de que el rock, del que The Beatles -junto con Elvis- fueron su principal pórtico, era la manifestación más genuina de la contestación juvenil. No mucho después, con quince abriles, ya había descubierto el rock sinfónico y progresivo. Me gustaban las chicas que olían a pachuli, escuchaban a Pink Floyd y fumaban doble cero. Era un freak ahíto de King Crimson y Jethro Tull. Fue entonces cuando negué por primera vez a The Beatles y eso que, por aquellas mismas fechas, una de las imágenes más hermosas que me han sido dadas, era la de las chicas de Argüelles bailando Hello, Goodbye (1967) cuando sonaba en la jukebox de El Chapandad.
En realidad, para mí, el rock más que una música fue una manera de vivir, una militancia. Exactamente igual que para quienes tenían conciencia política la revolución. Volví a negar a The Beatles cuando me hice rocker a comienzos de los años 80, una vez asimilada la catarsis punk. Pero entonces, reivindicando como reivindicaba el rock and roll seminal -Chuck Berry, Jerry Lee Lewis, Eddie Cochran...- mi delito fue mayor. The Beatles en sus comienzos, en las legendarias veladas de Hamburgo, eran una banda de rock & roll. Más aún, el mejor álbum de Lennon en solitario es todo un recorrido por los clásicos -Gene Vincent, Lloyd Price, Holly, Berry- titulado simplemente Rock ՙn' Roll (1975).
Y negué por último a The Beatles todas las veces que me apunté a esa manida afirmación de que eran mejor The Rolling Stones porque eran más complejos y más malos. Más complejos... Tal vez. Pattie Boyd, aquella que tenía algo en la manera de moverse que atraía a George Harrison más que ninguna otra, escribe mucho en sus memorias -Un maravilloso presente (Circe, 2008)- sobre el pretendido candor de The Beatles frente a la maldad del quinteto de Richmond. Y la complejidad no es en sí misma ningún mérito frente a la sencillez, máxime si ésta es tan hermosa como I Feel Fine (1964).
Ahora, que de todo hace tanto tiempo que aquellas imágenes de la modernidad del Swingin London también se han quedado viejas; ahora, hasta el amor al rock, como el don poético, ha resultado ser un fulgor juvenil. Bien es verdad que en mí la llama ardió hasta los cincuenta años. Pero en puridad, el rock es un asunto juvenil. De hecho, perdió su identidad cuando dejó de gustar mayoritariamente a los jóvenes. Con Mefistófeles no pactaron la juventud eterna ni los Stones. Se registra la misma obscenidad en el viejo roquero que en los poetas ancianos.
Pues bien, es ahora cuando The Beatles me siguen pareciendo la mejor introducción a la que junto al cine fue la manifestación cultural más importante del amado siglo XX: el rock. Y en este nefasto siglo XXI es tan grato recordar cuánto amamos al rock que ya sería bastante para no volver a negar al cuarteto de Liverpool como se niega a un dios en el que se creyó. Y volver a gritar una vez más: ¡Larga vida al rock & roll!
Publicado el 12 de abril de 2020 a las 04:30.